miércoles, 18 de enero de 2012

El Pianista.


Baja las escaleras un hombre de mediana estatura, barbudo y delgado. Por la confianza con que saluda al Dueño no parece exagerado suponer que se trata de un viejo amigo. Incluso de un viejo cliente. De todas maneras, nadie parece haberlo visto antes.

El hombre baja al Sótano durante un interludio del espectáculo de las Bailadoras. Se sienta directamente en la barra, y con una seña indica al Dueño que va a tomar lo mismo de siempre. Éste le acerca un whisky con dos hielos y un pequeño sifón azul.

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La aparición del hombre desconocido lleva a que los Parroquianos giren sus cuellos y reacomoden sus sillas para mejorar el ángulo de escrutinio. Su timidez no les impide convertirse en una manga de curiosos.

El asombro crece cuando el desconocido se pone de pie y camina hacia el rincón que está detrás del escenario, a la derecha de la escalera. Lleva en su mano el vaso de whisky y el sifón. Es tal el silencio que hacen los demás que se oyen los pasos crujientes y el tintineo metálico de los hielos.

El hombre encuentra un asiento bajo. Un banquito circular que hace girar hasta encontrar la altura adecuada. Después levanta la tapa y descubre las teclas al correr el paño verde con bordados que indican la marca del instrumento.

Nadie hasta ese momento había reconocido que aquel mueble disimulado por la oscuridad era un piano.

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Las teclas están envejecidas. Las recubre un velo acaramelado. El sifón azul está apoyado en la parte superior del piano. El vaso de whisky está a la derecha del pianista, a mano, más allá de las teclas agudas.

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No ha empezado a tocar y ya los Parroquianos temen que el piano recién descubierto esté desafinado. Una vez más la sorpresa les cierra la boca. El pianista prueba los primeros acordes. Los deja sonar, como si estuviera reconociendo un viejo instrumento que no toca hace mucho. El resto, incluidos los Advenedizos, callan y esperan.

La marca del piano es alemana.

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El pianista larga un bolero. La música llega a todos los rincones del lugar, que tampoco es demasiado grande. El bolero es soberbio, pero deja la horrible sensación de que no hay nadie para cantarlo.

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Hay ciertas músicas hechas para obtener el perdón. El pianista se da cuenta de las noches exactas en las que en necesario sentarse al piano para interpretarlas. Pueden ser boleros, o algún blues arrastrado. Quizá algún tango, aunque los presentes en general prefieren una música más ajena.

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La sensación que produce es simplemente esa. La redención. Mientras está sentado al piano, Los Parroquianos saben que dura esta suerte de tregua.

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Todo se destartala con implacable realismo cuando deja de sonar la última nota. Vuelven a oírse los sonidos de personas que se reacomodan en sus asientos, copas que se alzan o se apoyan, pasos lentos. Conversaciones pausadas, casi inaudibles, como si no se animaran a reemplazar a la música que acaba de irse.

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El pianista se ganó el respeto de todos a fuerza de esta precisión que le permite saber cuándo ponerse de pie, encarar hacia el piano, y ponerse a tocar. Lo acompañan el vaso de whisky y el sifón, que apoya al lado de la última tecla sucia de la derecha.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Tónico contra la ambigüedad.

De tanto conversar él mismo y escuchar conversaciones ajenas, Trimarchi notó que una de las dificultades más comunes en el Sótano de las Bailadoras era la ambigüedad.

¿Qué quiere decir esto?

La respuesta no es menos ambigua que la patología.

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Lo que sí pudo hacer Trimarchi fue ofrecer una solución. Inventó un tónico e inventó también sus propiedades curativas.

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La audacia de Trimarchi radicó en adjudicarle a ese tónico toda una serie de propiedades benéficas. Como buen vendedor, era plenamente conciente de que lo único que necesitaba hacer era sembrar el mito. El germen de un mito fuerte, pensaba, cura cualquier cosa.

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A eso dedicó Trimarchi muchas de sus horas en el Sótano.

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El tónico, que vendía de manera clandestina, estaba hecho a base de vino de damajuana, soda y granadina. En algunos casos, cuando la ambigüedad a resolver era considerable, reforzaba la bebida con un chorrito de alcohol etílico. Los Parroquianos, siempre discretos, se le acercaron a pedirle el producto.

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La fabricación de la bebida tenía lugar fuera del Sótano. La entrega de las botellas, unas coquetas vasijas de vidrio ocre, se hacía a la salida en algún lugar lejos de los ojos del Dueño.

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Trimarchi no tenía intenciones de competir con el Dueño del bar, y por eso se había convencido de que el tónico no significaba una competencia, sino más bien un complemento. Se convenció también de que los compradores del tónico, animados por sus propiedades curativas, consumían más alcohol dentro del Sótano.

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Trimarchi aseguraba que el tónico aceleraba los procesos en la toma de una decisión. La bebida proporcionaba un envión anímico junto con una placentera sensación de seguridad en uno mismo.

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Parroquianos y Advenedizos no tardaron en probarlo y comentar sobre los resultados. Siempre en un ámbito de reserva y discreción, dado que el Dueño tenía oídos por todos lados.

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En uno de sus discursos para captar nuevos clientes, Trimarchi mencionó que para quienes la habían perdido, la bebida devolvía la convicción.

lunes, 25 de enero de 2010

Los Advenedizos.

Estos seres no quieren ser advertidos cuando bajan las escaleras, y es por eso que en general lo hacen en puntas de pie, sosteniendo los zapatos en una mano y deslizando la otra por la baranda de madera. La mala fama es mérito de ellos por no haber entendido jamás cómo funcionaban las cosas en aquel recinto, y por no haber sabido responder con elegancia a los comentarios explicativos del dueño.

Así y todo, es posible que en una noche cualquier hagan su aparición los Advenedizos.

El malestar que generan en el público, y sobre todo en las bailadoras, se debe a una serie de confusiones recurrentes de las que ellos no se responsabilizan. Los Advenedizos confunden sensualidad con lascivia, elegancia con procacidad y cordialidad con arrebato. La lista podría seguir, pero lo principal ha sido dicho.

Sus actitudes más repugnantes se remiten a sentarse todos juntos en las mesas del fondo, lo que ya se convierte en una falta de respeto para los parroquianos más antiguos, que jamás comparten la mesa con nadie –no por falta de compañerismo- sino porque entienden que la verdadera forma de compartir la soledad es desde mesas distintas. Pero ellos no. Se sientan de a cuatro o a veces de a cinco alrededor de una misma mesa, y beben todos a la vez haciendo pedidos a la barra sin siquiera levantarse. Son ruidosos y gritones, y eso altera el delicado humor de las bailadoras.

Cuando ya están borrachos, los Advenedizos comienzan con sus cánticos –que ellos creen alegres y alentadores- y que las bailadoras juzgan inoportunos y soeces. No fueron pocas las veces en las que ellas, ante la agitación de los Advenedizos, decidieron una retirada colectiva hacia los camarines, para no volver a salir en toda la noche. Lo que significa una gran desdicha para los parroquianos de siempre, que esperan la salida de las bailadoras con ansiedad contenida, dando pequeños sorbos.

Por eso los parroquianos, a pesar de su silencio y pasividad, odian a los Advenedizos. Y su odio es casi imperceptible por la falta de voluntad, pero completamente real y casi tangible. El dueño, que mira la escena desde la barra mientras hace las cuentas, nota todo aquello y se lo guarda para sí.

Desde su perspectiva, está alertado del malestar que generan los Advenedizos en sus clientes más fieles, y eso lo perturba un poco. Pero por otro lado, cuando mira su libreta escrita a mano, tiene que reconocer que ellos son ante todo unos borrachos empedernidos, gritones y todo, y que cada vez que vienen hacen subir considerablemente las ventas del mes, por lo que su relación con ellos está divida por una puja de intereses.

lunes, 18 de enero de 2010

Ponedores de puntos sobre las íes.

Aproximadamente una vez por mes, sin previo aviso, se oyen los pasos de alguno de los pequeños hombres que bajan las escaleras. Viene uno por vez, pero su parecido es tan grande que es imposible distinguirlos. Son pelados, bajitos y gordos, y caminan con un pequeño portafolio –que nunca nadie vio abierto- y cuyo interior sigue siendo un misterio.

Mesa por mesa, el pequeño hombrecito se sienta frente a los parroquianos y pone los puntos sobre las íes, tarea que ninguno de los parroquianos podría jamás hacer por sí mismos. Cada vez que el hombrecito aparece, las bailadoras se miran entre ellas, y aún sin distraerse de sus bailes, intentan conocer el método de este extraño hombre.

Pero no pueden ver nada. El hombre trabaja rápido y va de mesa en mesa, casi sin hacer ruido salvo por su pequeños pasitos un poco arrastrados. Cuando termina, se sienta en la barra y el dueño del bar le invita un trago.

Los parroquianos parecen más serenos, y la noche puede continuar por donde venía.

miércoles, 13 de enero de 2010

Veneno de las Bailadoras.

Es difícil explicar esto, porque a primera vista las cosas raras nunca se perciben. El dueño, detrás de la barra, lo descubrió una noche en que estaba particularmente despierto, quizá por no haber tomado nada, o por simple aburrimiento.

Es increíble lo que puede lograr el aburrimiento.

Fue en medio de uno de los bailes. Ellas estaban en el escenario, desplegando una coreografía en la que se sumergían los parroquianos como buscando alivio. Como todas las noches en aquel sótano. Pero el dueño estaba más despierto que el resto –nadie puede saber cómo- y en un descuido de alguna de ellas, lo vio. Una de las bailadoras, entre paso y paso de baile, abrió la boca, y dejó salir una lengua bífida, fina y suave, pero partida en dos. Pero no termina allí. La misma mujer, una de las más bellas –si es que fuera posible compararlas- volvió a abrir la boca, y ahí fue cuando el dueño del bar vio que tenía unos colmillos pequeños, como dientes de leche de niño, pero de punta afilada. Inmediatamente bajó la vista y siguió con los suyo, que eran las cuentas y los cobros. No tenía sentido alarmarse. Los parroquianos no iban a creerle.

Las bailadoras no tienen glándulas para guardar el veneno. Se sospecha que éste está distribuido por el cuerpo, que viaja por ahí dentro. Una mordida pude ser letal.

Las bailadoras eligen a sus víctimas con cuidado. Son aquellas que no pueden salvarse, aquellas que no podrían curarse con los tratamientos tradicionales. La mordida es suave, como un pinchazo de una aguja, que apenas se siente. El veneno es suave o salado, pasa de un cuerpo a otro a toda velocidad, y las víctimas lo confunden con un beso breve.

Jamás ha habido quejas. Nadie nunca habló de la lengua partida. Lo que todos saben –y nadie dice- es que lo que queda después de recibir el veneno es esperar la muerte. Esta pude venir de inmediato o tardar unos días, incluso meses, dependiendo de la cantidad de veneno recibido. Es alarmante, pero muchos prefieren el veneno a la incertidumbre, como si matar al aburrimiento con el veneno fuera siempre mejor que morirse de aburrimiento. Que son –como es evidente- cosas bien distintas.

martes, 25 de agosto de 2009

Exhalación de las bailadoras.

Incluso si estuvieran en medio de una pieza de baile, ellas se dan cuenta y por turnos bajan del escenario. Las bailadoras se acercan a exhalar a las mesas de los que ya están borrachos, les alejan el trago, y los convencen de que ya es hora de irse a dormir. La exhalación, una pequeña tormenta, para los parroquianos es ley. Cuando la mesa queda libre, el dueño va despacito y sin que nadie lo vea junta uno a uno los cristales.

Ansia de las bailadoras.

En el Sótano de las Bailadoras todo está dicho.

Las bailadoras bailan, los parroquianos se emborrachan, el dueño cobra.

Pero el equilibrio, que es frágil, se altera si una bailadora pierde una sandalia, que cae del escenario sobre la mesa de un hombre solo que no cree que el calzado pueda oler tan bien. Y mientras los borrachos se despabilan y el dueño cubre el mes, las otras bailadoras ya se distrajeron, sin llegar a tropezar, pero erráticas y tímidas, como si fueran humanas y corrientes.

Y el dueño sabe que esto sólo puede empeorar, que cuando una bailadora vuelve al camarín –detrás del escenario- las demás la siguen, y sin bailadoras aquel lugar es sólo un sótano que no pernocta, con su hombres frente a copas quietas.

Qué queda para el resto si ellas, las bailadoras, se han ido, o si en vez de subir al escenario se sentaran a emborracharse con los demás.